El Secretario General de la ONU, António Guterres, ha levantado la voz en repetidas ocasiones, urgiendo a la acción contra la creciente marea de odio que inunda el ciberespacio. Su llamado, dirigido tanto a las empresas tecnológicas que controlan las plataformas digitales como a los gobiernos del mundo, ha resonado con fuerza en cumbres internacionales, como la celebrada en Bruselas en marzo pasado. Sin embargo, la respuesta obtenida se asemeja más a un silencio evasivo que a un compromiso real por combatir este flagelo moderno.

La raíz del problema parece residir en la naturaleza misma del modelo de negocio que impera en el mundo digital. Las grandes compañías tecnológicas, con su afán insaciable por maximizar beneficios, han encontrado en la atención del usuario su principal fuente de ingresos. Cuanto más tiempo permanecemos conectados, cuanto más contenido consumimos y compartimos, más valiosos nos volvemos como generadores de datos. Estos datos, a su vez, son la moneda de cambio en un mercado digital donde la publicidad dirigida se ha convertido en el motor principal de la economía online.

En este contexto, la desinformación y el odio se presentan como herramientas perversamente eficaces para mantenernos “enganchados” a las pantallas. La viralidad, inherente a la naturaleza misma de las redes sociales, amplifica exponencialmente el alcance de mensajes cargados de odio, convirtiéndolos en un producto altamente rentable para estas empresas. No es de extrañar, entonces, que las palabras de Guterres caigan en saco roto frente a la lógica implacable del mercado.

Por otro lado, la responsabilidad de combatir este fenómeno no puede recaer únicamente en las empresas. Los gobiernos, como garantes del bienestar de sus ciudadanos, tienen la obligación de implementar medidas que protejan el derecho a la información veraz y a un entorno digital libre de violencia y discriminación. Sin embargo, la respuesta gubernamental ha sido, en el mejor de los casos, tímida y fragmentada.

Diversas razones explican esta inacción. Por un lado, existe un temor legítimo a coartar la libertad de expresión, un derecho fundamental que debe ser protegido a toda costa. Encontrar el equilibrio entre la libertad individual y la responsabilidad colectiva en el espacio virtual se presenta como un desafío complejo que requiere de un debate profundo y de soluciones cuidadosamente calibradas.

Por otro lado, la naturaleza global y descentralizada de internet dificulta la aplicación de leyes y regulaciones nacionales. El odio online no conoce fronteras, y cualquier intento por combatirlo de manera efectiva requiere de una cooperación internacional sólida y coordinada.

En este escenario, urge un cambio de paradigma. Debemos avanzar hacia un modelo de gobernanza de internet que sea capaz de conciliar los intereses de las empresas tecnológicas con el bienestar social. Esto implica, en primer lugar, reconocer que la autorregulación por parte de las empresas ha demostrado ser insuficiente. Es necesario establecer marcos regulatorios claros y efectivos que establezcan límites a la amplificación y propagación del odio online, sin por ello coartar la libertad de expresión.

En segundo lugar, se requiere de una mayor inversión en educación digital. Dotar a los ciudadanos, especialmente a las nuevas generaciones, de las herramientas necesarias para identificar y combatir la desinformación y el discurso de odio en línea es fundamental para construir una sociedad más resiliente a estas amenazas.

Finalmente, es fundamental fortalecer la cooperación internacional para hacer frente a un problema que trasciende las fronteras nacionales. La creación de un marco legal internacional que regule la responsabilidad de las plataformas digitales en la lucha contra el odio online se presenta como un paso fundamental en la dirección correcta.

El odio online no es un problema tecnológico, sino social. No se trata simplemente de algoritmos o de líneas de código, sino de personas que utilizan estas herramientas para amplificar el odio y la discriminación. Es hora de que asumamos la responsabilidad colectiva de construir un ciberespacio más inclusivo, respetuoso y seguro para todos. El silencio, frente a la creciente marea de odio online, ya no es una opción. La llamada a la acción de la ONU debe ser el punto de partida para una respuesta global y efectiva a este flagelo del siglo XXI.

Ahora la pregunta que surge es: ¿Harán algo los Gobiernos?   Permitirme que lo dude.

Amador Palacios

Por Amador Palacios

Reflexiones de Amador Palacios sobre temas de Actualidad Social y Tecnológica; otras opiniones diferentes a la mía son bienvenidas

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