Un año después de la COP28, donde el optimismo (o al menos la esperanza) flotaba en el aire con el acuerdo para triplicar la capacidad de las energías renovables para 2030, la realidad nos golpea con la fuerza de un iceberg. La COP29 acaba de concluir, y el diagnóstico es desalentador: avanzamos, sí, pero a un ritmo desesperadamente lento, insuficiente para esquivar la catástrofe climática que se cierne sobre nosotros.
El informe de EMBER, con su implacable claridad gráfica, nos muestra la cruda realidad: si bien la energía solar mantiene un crecimiento prometedor, la eólica y el desarrollo de baterías se estancan, muy lejos de la senda marcada por la ciencia y el sentido común. Se puede ver una foto resumen en la parte inferior.
Es como si intentáramos apagar un incendio forestal con un vaso de agua. La urgencia de la situación exige una respuesta contundente, una movilización global sin precedentes, y lo que vemos es una tibia danza de buenas intenciones, promesas incumplidas y una preocupante tendencia a la miopía política.
Y como si el panorama no fuera lo suficientemente sombrío, el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca añade una dosis extra de pesimismo. Su negacionismo climático, aderezado con teorías conspirativas como por ejemplo sobre la muerte de ballenas por culpa de los parques eólicos marinos, y otras tonterías por el estilo nos devuelve a la era de la oscuridad, donde la evidencia científica se sacrifica en el altar de la conveniencia política. Con un líder mundial de esta envergadura socavando los esfuerzos globales, la lucha contra el cambio climático se convierte en una batalla más cuesta arriba.
La COP29, consciente de la necesidad de apoyar a los países más vulnerables, acordó una ayuda de 300 billones de dólares. Una cifra que, sobre el papel, impresiona. Sin embargo, la experiencia nos ha enseñado a ser escépticos. Sin mecanismos vinculantes, sin una verdadera corresponsabilidad, estas promesas se desvanecen como humo en el viento, dejando tras de sí la amarga sensación de un déjà vu. Cada país sigue priorizando sus intereses a corto plazo, atrapado en la telaraña de las presiones electorales y la miopía política.
¿Qué nos hace falta para reaccionar? ¿Debe la tragedia golpearnos de lleno para que despertemos de este letargo? ¿Tiene que inundar nuestras ciudades, arrasar nuestros campos y dejarnos sin recursos para que finalmente entendamos la magnitud del problema? La historia está plagada de ejemplos de sociedades que solo reaccionan ante la catástrofe, pero en el caso del cambio climático, esperar a ese punto podría ser demasiado tarde. El punto de no retorno se acerca inexorablemente, y seguimos caminando hacia él con los ojos bien cerrados.
La desesperanza, sin embargo, no es una opción. Caer en sus garras sería la rendición definitiva, la aceptación pasiva de un futuro distópico. Debemos resistir la tentación del fatalismo y aferrarnos a la posibilidad del cambio.
La transición energética es posible, la tecnología existe, la financiación, aunque insuficiente, está disponible. Lo que falta es voluntad política, una visión a largo plazo y, sobre todo, un cambio de mentalidad de todos nosotros.
Debemos exigir a nuestros líderes que actúen con la urgencia que la situación demanda. No podemos permitirnos más dilaciones, más excusas, más promesas vacías. La ciudadanía tiene el poder de impulsar el cambio a través del voto, la movilización social y el consumo responsable. Cada pequeña acción cuenta, cada gesto suma, cada voz que se alza contra la inacción climática contribuye a construir un futuro más sostenible.
El tiempo se agota. No podemos seguir mirando hacia otro lado mientras el planeta arde. Es hora de actuar, de pasar de las palabras a los hechos, de transformar la promesa de un futuro verde en una realidad tangible. El futuro de la humanidad está en juego.
¿ Lo haremos ?