El mundo se ha vuelto inimaginablemente dependiente de la comunicación digital. En el corazón de esta red global, casi invisible, se encuentran los cables submarinos, gruesos hilos de fibra óptica que conectan los continentes, permitiendo la comunicación instantánea y la transferencia masiva de datos. Pero esta infraestructura vital, depositada a profundidades de hasta 4.000 metros bajo la superficie, ¿es vulnerable a amenazas que van más allá de las simples averías accidentales? La respuesta, por desgracia, es un sí rotundo y la amenaza es mucho más compleja de lo que se suele pensar.
La red de cables submarinos es la columna vertebral de internet intercontinental. Más de un millón de kilómetros de cable, un sistema que gestionan empresas privadas, permiten que millones de personas ( y gobiernos ) puedan comunicarse en tiempo real, realizar transacciones financieras o acceder a información global. La interrupción de estos cables, incluso de forma temporal, tiene consecuencias catastróficas para la economía y la sociedad. Imagina el impacto de cortar las comunicaciones entre continentes, aquel aislamiento podría paralizar las cadenas de suministro, afectar la operativa de los mercados financieros y dejar a millones sin acceso a la información vital.
El pasado mes de febrero, una noticia resonó entre los expertos en seguridad informática y geopolítica: un artículo publicado en la revista china Mechanical Engineering describía una nueva herramienta capaz de cortar cables submarinos en aguas profundas. Mientras los investigadores lo presentaban como un avance en la exploración marina, otros lo percibieron como una amenaza. El miedo que subyace es comprensible. ¿Hay intenciones malignas tras el desarrollo de esta tecnología?
La historia reciente está llena de precedentes preocupantes. Los cortes de cables en el mar Báltico y frente a la isla de Taiwán, no explicados de forma satisfactoria, provocaron una ola de especulaciones y la sospecha de que podrían formar parte de acciones deliberadas. Acciones de sabotaje o “guerra psicológica” que, en el contexto actual, podrían tener consecuencias mucho más allá de la pérdida de comunicaciones.

La cuestión no es si la tecnología existe, sino si existe la voluntad de usarla. El dilema es crucial. ¿Qué sucede si un actor estatal decide utilizar esta tecnología para afectar a un adversario, poniendo en jaque el flujo de información global? El impacto económico y social sería de tal magnitud que la posibilidad de un conflicto global, aunque no militar, se convierte en algo tangible.
Las empresas que gestionan y mantienen estos cables tienen que considerar la necesidad de redundancia, de un sistema de reserva que les permita funcionar de manera alternativa, pero eso lleva tiempo y recursos colosales. La idea de un «back-up» global para la comunicación submarina es casi impensable en términos de inversión y tiempo de implementación.
En este contexto, el concepto de seguridad nacional e incluso de seguridad global, toma un nuevo significado. Una gran potencia no puede permitirse depender de un sistema de comunicación tan vulnerable y expuesto a interrupciones deliberadas. La dependencia de los cables submarinos crea un punto crítico vulnerable en las operaciones críticas de información, financiación y defensa.
La responsabilidad es múltiple. Los gobiernos deben trabajar para garantizar la seguridad de esta infraestructura crítica, promover la cooperación internacional para prevenir el sabotaje y la violencia, y explorar soluciones alternativas, como sistemas de comunicaciones basados en el espacio o en la tierra. Pero esta no es una carrera de velocidad, es un trabajo a largo plazo y requiere una estrecha cooperación de la comunidad internacional.
En última instancia, la pregunta no es si los cables submarinos están en peligro, sino si estamos preparados para defender esta infraestructura vital y evitar una “guerra fría” basada en el control de las comunicaciones globales. La respuesta nos la dará el tiempo, y la acción decisiva de las potencias mundiales. La dependencia de esta tecnología no es algo del futuro, es algo presente.
Es un riesgo que está ahí, y debemos conocerlo.