Cuando hablamos de soberanía, solemos pensar en fronteras, ejércitos o sistemas políticos. Sin embargo, en pleno siglo XXI, existe otra dimensión igual o más importante: la soberanía digital. Y aquí surge una pregunta incómoda: ¿somos realmente dueños de nuestro espacio digital, o está en manos de otros?
Si revisamos las herramientas que usamos a diario —correos electrónicos, redes sociales, aplicaciones de mensajería, servicios en la nube, bases de datos o incluso sistemas operativos— veremos que la inmensa mayoría provienen de empresas norteamericanas. Algunos usuarios emplean alternativas chinas, pero prácticamente ninguno utiliza soluciones desarrolladas en Europa, África o América Latina.
El resultado es un mundo digital polarizado en dos polos de poder:
. Occidente, dominado por Google, Microsoft, Amazon, Meta o Apple.
. China, con gigantes como Huawei, Tencent, Alibaba o ByteDance.
El resto del planeta apenas juega un papel secundario, con empresas más poderosas que muchos gobiernos
Estas megaempresas tecnológicas concentran tanto poder económico que no solo lideran la innovación, sino que también absorben cualquier competencia emergente. Una start-up brillante puede tener una gran idea, pero difícilmente sobrevivirá si a los pocos meses recibe una oferta de compra millonaria.
En la práctica, estas compañías saben más de nosotros que nuestros propios gobiernos: qué compramos, qué buscamos, dónde viajamos, cómo nos comunicamos y hasta cuáles son nuestras afinidades políticas. Todo ello gestionado por algoritmos invisibles que operan por encima de cualquier regulación nacional.
Con la llegada de la inteligencia artificial, esta brecha se ha hecho todavía más evidente. Los algoritmos de recomendación, los modelos de lenguaje y los sistemas de predicción avanzan a una velocidad tal que ni siquiera los legisladores logran entender cómo funcionan.
El ciudadano común utiliza estas herramientas sin cuestionar de dónde vienen, pero lo cierto es que cada interacción alimenta bases de datos propiedad de empresas privadas que no responden ante parlamentos ni votantes, sino ante accionistas.
Otro de los problemas derivados de esta falta de soberanía digital es la facilidad con la que circulan las noticias falsas. Las plataformas priorizan la viralidad frente a la veracidad, y los contenidos que generan más interacción no siempre son los más fiables.
El resultado es preocupante: democracias debilitadas, sociedades polarizadas y un aumento de líderes con derivas autoritarias que aprovechan el caos informativo. En muchos casos, los gobiernos ya no tienen la capacidad real de controlar qué tipo de información circula dentro de sus propias fronteras.
Y la pregunta que surge es: ¿Quién controla nuestra soberanía?
La respuesta, aunque incómoda, es clara: no son los gobiernos, sino unas pocas empresas privadas. Y estas compañías no están interesadas en defender valores universales como la libertad, la democracia o los derechos humanos. Su objetivo es maximizar beneficios, aunque eso implique manipular la atención de miles de millones de usuarios.
En consecuencia, nuestra soberanía digital está sometida a los algoritmos de unos pocos gigantes, incapaces de ser regulados incluso en sus propios países de origen.

Hablar de soberanía digital no implica aislamiento ni proteccionismo. No se trata de cerrar las puertas al resto del mundo, sino de crear capacidades propias que permitan a cada país o región garantizar derechos básicos en el entorno digital.
Europa, por ejemplo, ha dado algunos pasos con el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) o con la nueva Ley de Inteligencia Artificial, pero estas medidas aún son insuficientes frente al poder descomunal de las big tech.
La soberanía digital debería significar:
. Que nuestros datos personales no estén sujetos a legislaciones extranjeras.
. Que los algoritmos sean auditables y transparentes.
. Que existan alternativas locales competitivas en software, hardware y servicios digitales.
. Que los ciudadanos no estén obligados a depender de monopolios extranjeros para comunicarse, trabajar o informarse.
Y otra gran pregunta es: ¿cuándo actuarán los gobiernos en serio?
La respuesta parece retrasarse mientras el poder de estas empresas crece sin freno. Cada año que pasa, la dependencia es mayor y el margen de maniobra, más pequeño.
Los valores que consideramos fundamentales —la libertad, la democracia y nuestros derechos— no deberían estar en manos de consejos de administración situados a miles de kilómetros. La soberanía digital es, en realidad, soberanía democrática. Y sin ella, corremos el riesgo de ser meros usuarios en un tablero controlado por otros.
En definitiva, la soberanía digital no es un concepto abstracto ni un debate técnico: es un pilar esencial de la vida moderna. Hoy en día, dependemos de un reducido grupo de compañías que controlan nuestras comunicaciones, nuestros datos y hasta la manera en que percibimos la realidad. Y necesitamos alternativas viables para que eso cambie.
Reconocer esta dependencia es el primer paso. El segundo, más difícil pero urgente, es exigir a nuestros gobernantes que desarrollen políticas claras para proteger nuestros derechos en el espacio digital.
Porque si no lo hacemos ahora, mañana ya podría ser demasiado tarde.