Todos los días nos sorprenden noticias sobre avances espectaculares: taxis autónomos llevando pasajeros sin conductor, cirugías asistidas por robots que se realizan a miles de kilómetros, drones que reparten pedidos en minutos, o asistentes digitales que nos dan información instantáneamente desde el móvil.
Vivimos rodeados de tecnología que funciona con una naturalidad casi mágica. Pero hay una pieza clave, silenciosa e invisible, sin la cual todo esto dejaría de existir de inmediato: Internet.
Y no hablo de la “conexión WiFi de casa”, sino de la gigantesca infraestructura global, redundante, sincronizada y ultra resistente que sostiene a toda la sociedad digital.
La mayoría de la gente da por supuesto que Internet “simplemente está ahí” y nunca falla. Hasta que un día un apagón deja un barrio sin energía durante unas horas… y de repente todo se para. Los móviles pierden cobertura, las webs no cargan, los cajeros no funcionan, las compras online desaparecen, y toda esa sensación de estabilidad tecnológica se desmorona como un castillo de naipes.
Es entonces cuando entendemos algo evidente: la tecnología no flota en el aire; necesita cimientos físicos.
Energía y comunicaciones: dos pilares igual de frágiles. Todos entendemos de forma intuitiva la importancia de la electricidad. Vemos los cables, sabemos que la energía se transporta, y asumimos que algo puede fallar porque es físico, tangible.
Pero la comunicación digital, aunque parezca etérea, es igual de física y todavía más compleja.
Buena parte del tráfico de datos viaja por radiofrecuencias, sí, pero también por miles de kilómetros de fibra óptica enterrada bajo ciudades, océanos, carreteras y desiertos. A eso se suman torres, antenas, satélites, routers, repetidores y centros de datos que cooperan en perfecta sincronía para que un mensaje llegue a su destino en milisegundos.

Nada de esto es magia. Es ingeniería pura, sostenida por protocolos diseñados con precisión quirúrgica para que una red global pueda funcionar como si fuera una sola pieza.
Internet es el mayor proyecto tecnológico de todos los tiempos. No pertenece a ninguna empresa ni país en particular. Es una red de redes, interconectada, resiliente y diseñada para seguir funcionando incluso cuando partes enteras fallan.
Esa robustez permite que existan las tecnologías que hoy vemos como cotidianas:
. Coches autónomos que necesitan conexión permanente.
. Robots industriales sincronizados con plataformas en la nube.
. Drones que dependen de GPS, sensores y datos en tiempo real.
. Smartphones que gestionan miles de operaciones online cada día.
. Plataformas de IA que procesan información en centros de datos remotos.
Sin una Internet fiable, ninguno de estos sistemas podría operar. La sociedad moderna, desde la sanidad hasta la logística global, está unida por un hilo invisible: la conectividad.
Y lo más interesante es que esto es solo el comienzo. Estamos entrando en la década del Internet de las Cosas (IoT). Miles de millones de dispositivos —sensores, coches, electrodomésticos, robots, sistemas de vigilancia, contadores eléctricos, máquinas industriales— estarán interconectados, enviando datos de manera continua.
Esto exigirá redes todavía más fiables, más rápidas y más seguras. Tecnologías como 5G avanzado, fibra óptica de nueva generación, redes cuánticas experimentales o satélites de baja órbita como Starlink apuntan en esa dirección.
A veces conviene detenerse un momento y reconocer la inmensa suerte que tenemos. Los que ya hemos vivido unas cuantas décadas sabemos lo impensable que era todo esto en nuestra niñez. Hoy llevamos en el bolsillo un dispositivo más potente que los ordenadores que pusieron al hombre en la Luna.
Y esa revolución no habría sido posible sin el trabajo silencioso y constante de miles de ingenieros y técnicos:
. Profesionales del IEEE, expertos en redes, investigadores, desarrolladores de protocolos, diseñadores de hardware, responsables de centros de datos, .…
. Gente que trabaja en estándares abiertos para que la tecnología sea compatible, segura y escalable.
Gracias a ellos, hoy viajamos, trabajamos, compramos, estudiamos y nos comunicamos en una sociedad que funciona a golpe de milisegundo.
Hoy les doy las gracias por ello.