La inteligencia artificial (IA) se ha convertido en el gran tema de nuestro tiempo. Se nos presenta como una revolución que cambiará para siempre nuestra manera de trabajar, comunicarnos y entender el mundo. Sin embargo, detrás de cada algoritmo brillante y de cada asistente digital que parece “inteligente”, se esconde una realidad menos luminosa: la de los explotados de la IA.
No hablamos de robots ni de máquinas sobrecargadas, sino de millones de personas reales que, desde el anonimato y en condiciones precarias, sostienen la base sobre la que se construye esta tecnología.
Los algoritmos no aprenden por sí solos. Pueden procesar datos, pero no comprenden el mundo humano. Para que una IA sepa qué es una sonrisa, una agresión o un objeto peligroso, alguien tuvo que enseñárselo antes. Esa tarea recae sobre los llamados data workers, o “trabajadores del clic”.
Son ellos quienes pasan horas frente a pantallas clasificando imágenes, revisando textos, etiquetando sonidos y corrigiendo errores. Su labor permite que los sistemas de IA funcionen correctamente, que los coches autónomos reconozcan peatones o que los filtros de redes sociales detecten contenidos violentos o sexuales.

El problema es que esta tarea —fundamental para el desarrollo de la IA— se realiza en condiciones laborales muy alejadas de la dignidad humana.
Buena parte de estos trabajadores vive en países del Sur Global, como India, Pakistán, Filipinas, Kenia o Venezuela. Según estimaciones del Banco Mundial, entre 150 y 425 millones de personas podrían estar implicadas en este tipo de micro-trabajos digitales. Me parece una cifra muy elevada, pero entiendo que el Banco Mundial maneja datos fiables.
Sus jornadas son largas, su salario puede rondar los 10 dólares diarios, y la mayoría carece de derechos laborales básicos o acceso a prestaciones sociales. Son empleados por subcontratas o plataformas que actúan como intermediarias para grandes corporaciones tecnológicas, manteniendo una distancia conveniente entre el lujo de Silicon Valley y la precariedad de Nairobi.
En algunos casos, los trabajadores deben ver contenido extremadamente perturbador —violencia, abuso, pornografía— para clasificarlo y “enseñar” a las IA qué debe bloquearse. Muchos desarrollan estrés postraumático, pero no cuentan con apoyo psicológico ni reconocimiento.
Mientras tanto, los beneficios de la revolución tecnológica se concentran en un puñado de empresas y en sus ingenieros, con sueldos que multiplican por más de mil los de quienes hacen posible el funcionamiento de sus algoritmos.
La gran paradoja de la IA es que su éxito descansa sobre un trabajo profundamente humano, aunque oculto y subvalorado. El sueño de la automatización total se alimenta, irónicamente, de una nueva forma de trabajo invisible, precario y globalizado.
Y como sociedad, debemos preguntarnos:
. ¿Podemos aceptar una tecnología que basa su crecimiento en la desigualdad?
. ¿Es ético que una industria multimillonaria se sustente en trabajadores sin derechos ni protección?
El argumento de que “en algunos países 10 dólares al día está bien” no puede servir como excusa. Lo que no está bien es que no tengan derechos, seguridad ni voz. Todos merecemos un trabajo digno, independientemente del país donde vivamos o del nivel de desarrollo económico.
Este es un problema que pide transparencia y regulación. El documental “Los sacrificados de la IA” ( Les sacrifiés de l’IA ), dirigido por Henri Poulain, aborda precisamente esta cara oculta de la revolución tecnológica. En él se muestra cómo detrás de los grandes avances de la IA hay una cadena de trabajo manual y emocional que rara vez se menciona.
Puedes ver aquí una entrevista ( en francés ) con el autor del documental:
La buena noticia es que este debate comienza a ganar visibilidad. Organizaciones como la ONU, la OIT y varias ONG tecnológicas están empezando a pedir regulaciones internacionales que garanticen transparencia, condiciones laborales dignas y remuneraciones justas en el trabajo digital.
La inteligencia artificial puede ser una herramienta maravillosa para el progreso, pero solo si se construye sobre principios éticos. El fin no justifica los medios. Una tecnología que explota al 5-10% de la fuerza laboral mundial no puede considerarse “inteligente”, ni decente.
Quizá ha llegado el momento de repensar qué entendemos por “inteligencia”. Si la IA depende del trabajo humano, entonces la inteligencia colectiva debe incluir también a quienes hacen posible su existencia. Reconocer, proteger y valorar su labor no solo es una cuestión de justicia, sino también de sostenibilidad ética para el futuro tecnológico.
Porque al final, la verdadera inteligencia no está en el algoritmo, sino en la capacidad humana de crear sin explotar.
Y si queremos que la IA sea una herramienta para mejorar el mundo, primero debemos asegurarnos de que no lo empeore para millones de personas invisibles.