Vivimos en la era de la hiperconexión. Internet, los smartphones, las redes sociales y las aplicaciones de mensajería nos han dado una capacidad de comunicación, acceso a la información y entretenimiento sin precedentes. Pero tras esa fachada de progreso y comodidad se esconde un mundo cada vez más inquietante: el de la vigilancia masiva y la erosión constante de nuestra privacidad. Un fenómeno del que apenas se habla en los grandes medios, salvo en contadas ocasiones cuando estalla algún escándalo relacionado con periodistas, políticos o activistas.

Más allá de los casos conocidos de espionaje estatal o corporativo, existe una industria global, opaca y multimillonaria, especializada en el desarrollo y venta de herramientas de vigilancia extremadamente sofisticadas. Empresas muchas veces discretas, casi invisibles para el gran público, pero con clientes muy poderosos: gobiernos, agencias de inteligencia, grandes corporaciones o fondos de inversión privados.

Un ejemplo paradigmático es Paragon Solutions, una firma israelí poco conocida por el ciudadano medio, pero muy activa en este sector. Se sabe que desarrolla software de vigilancia capaz de infiltrarse en dispositivos móviles sin que el usuario lo detecte. Estos programas pueden acceder a mensajes, llamadas, ubicación, correos electrónicos, incluso encender micrófonos y cámaras sin autorización. Lo preocupante es que esta tecnología no está dirigida a prevenir delitos comunes o a proteger a la ciudadanía, sino a satisfacer los intereses de actores con poder político, económico y geoestratégico.

En 2022, Paragon Solutions fue adquirida por un fondo de inversión privado con sede en Florida (EE.UU.) por unos 500 millones de dólares, en una operación que apenas generó titulares. ¿Quién financia estas operaciones? ¿Qué intereses geopolíticos están detrás? ¿A quién rinden cuentas estas compañías? Preguntas incómodas que rara vez encuentran respuestas claras.

De vez en cuando, algunos escándalos logran captar la atención pública  y luego se apagan. Recientemente, varios periodistas italianos fueron espiados con herramientas de intrusión similares a Pegasus —otro célebre spyware israelí— que se infiltran en los móviles de sus víctimas. Como suele ocurrir, el gobierno italiano negó cualquier implicación, mientras la Comisión Europea emitió una condena formal.

Pero, más allá de esas declaraciones, rara vez se emprenden investigaciones efectivas que lleguen hasta las últimas consecuencias. Las redes de intereses, la dificultad técnica de rastrear estos ataques y la falta de voluntad política se combinan para que estos casos se diluyan rápidamente.

Y es que, aunque a menudo se presenta la vigilancia digital como un problema de seguridad nacional, el verdadero riesgo es mucho más amplio: es un asunto de derechos fundamentales. La privacidad de millones de ciudadanos queda expuesta al arbitrio de empresas privadas, gobiernos autoritarios o incluso actores no estatales con suficientes recursos. Y los ciudadanos de a pie, como usted o como yo, apenas podemos hacer nada salvo expresar nuestra impotencia.

La vigilancia cotidiana se basa en el consentimiento disfrazado. Porque más allá de los programas ultrasecretos que utilizan los gobiernos, hay un segundo nivel de vigilancia masiva del que casi todos participamos voluntariamente: las plataformas tecnológicas comerciales.

Cada búsqueda en Google, cada like en Instagram, cada ubicación que compartimos en el móvil genera un rastro de datos que se convierte en oro para las grandes empresas tecnológicas. Nuestros perfiles de consumo, nuestras opiniones políticas, nuestras rutinas diarias, nuestras relaciones sociales: todo es capturado, analizado y empaquetado para su venta al mejor postor, generalmente empresas publicitarias, fondos de inversión o firmas de análisis predictivo. Y todo con nuestro aparente «consentimiento», otorgado al aceptar interminables y crípticas políticas de privacidad que pocos leen.

En este segundo nivel de vigilancia, no hace falta que alguien nos espíe como espían a algunos periodistas. Nosotros mismos, inconscientemente, hemos alimentado un sistema que ya sabe mucho más de nosotros de lo que imaginamos. Este modelo de negocio —basado en la economía de los datos— ha generado imperios financieros, pero al coste de sacrificar buena parte de nuestra privacidad personal.

Como divulgador científico, no puedo evitar sentir cierta desazón. Mientras las tecnologías de vigilancia avanzan a un ritmo vertiginoso, la conciencia social sobre estos riesgos crece de forma mucho más lenta. La legislación internacional sigue siendo muy limitada, las estructuras de control insuficientes y los intereses en juego demasiado poderosos.

No es cuestión de caer en el catastrofismo, pero sí de mantenernos alerta. La privacidad no es un lujo, es un derecho básico. Y su pérdida paulatina, silenciosa y consentida, es uno de los grandes retos éticos de nuestro tiempo.

Quizá hoy no seamos objetivos prioritarios de vigilancia, pero si aceptamos sin protestar que esta industria siga creciendo sin control, mañana podría ser demasiado tarde para todos.

En fin, tengo que reconocer que hoy tengo un día más bien pesimista. Sorry.

Amador Palacios

Por Amador Palacios

Reflexiones de Amador Palacios sobre temas de Actualidad Social y Tecnológica; otras opiniones diferentes a la mía son bienvenidas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

es_ESES
Desde la terraza de Amador
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.