Cuando hablamos de «economía sumergida» nos referimos a esa parte de la actividad económica que, por diversos motivos, queda fuera del control de las autoridades fiscales. Son transacciones que no se declaran, no pagan impuestos y, por tanto, no figuran en las estadísticas oficiales del Producto Interior Bruto (PIB). Es un fenómeno universal: no existe ni un solo país del mundo completamente libre de economía sumergida. La cuestión crítica es el tamaño relativo de este sector oculto en relación al total de la economía.

A ninguno de nosotros nos resulta especialmente agradable pagar impuestos. Estos gravámenes encarecen los bienes y servicios que consumimos y reducen nuestra renta disponible. Sin embargo, son uno de los mecanismos principales a través del cual los gobiernos financian servicios esenciales: sanidad, educación, infraestructuras, seguridad, entre otros.

Cuando un segmento de la población o de las empresas evita pagar impuestos operando en la economía sumergida, la carga fiscal se redistribuye entre quienes sí cumplen, generando inequidad y, en muchos casos, malestar social.

Recientemente he consultado un informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) con datos actualizados a 2025. Aunque debemos tomar estas cifras con cautela, pues medir la economía sumergida es extraordinariamente complejo, ofrecen un panorama ilustrativo de la magnitud del problema. Según este informe, en los países desarrollados del hemisferio norte, los niveles de economía sumergida son relativamente bajos. Por ejemplo, en Estados Unidos ronda el 5% del PIB, un porcentaje que puede parecer pequeño, pero que en cifras absolutas representa cientos de miles de millones de dólares no controlados por el fisco.

En contraste, muchos países en desarrollo muestran porcentajes alarmantes. En varias naciones africanas y latinoamericanas la economía sumergida puede representar hasta un 40% o más del PIB. Estos niveles tan elevados indican no solo dificultades de control fiscal, sino también una desconfianza generalizada en las instituciones, sistemas tributarios ineficientes y economías informales profundamente arraigadas.

Me ha llamado especialmente la atención el caso de China, que según el informe presenta una economía sumergida del 20%. Para un país con una de las economías más grandes del mundo, este porcentaje implica un volumen colosal de actividad económica fuera del radar gubernamental. Es un recordatorio de que incluso los regímenes con fuerte capacidad de control estatal encuentran desafiante erradicar estas prácticas.

En este escenario, la tecnología se presenta como un arma de doble filo. Por un lado, los avances en los pagos digitales, el uso generalizado de tarjetas, y otras aplicaciones de pago controladas permiten a los gobiernos rastrear cada transacción y reducir las posibilidades de evasión fiscal. Por ejemplo, en países como Suecia o Noruega, donde los pagos en efectivo son casi anecdóticos, la economía sumergida se mantiene en mínimos históricos.

Sin embargo, no todo el mundo ve con buenos ojos este nivel de control. Muchos ciudadanos y pequeños empresarios sienten que ceder completamente sus datos financieros vulnera su privacidad y su libertad económica. Y en algunos casos, estas tecnologías de control pueden ser vistas como instrumentos potenciales de vigilancia masiva.

Además, hay factores estructurales que alimentan la economía sumergida y que van más allá del simple deseo de evadir impuestos: regulaciones excesivas, burocracia asfixiante, mercados laborales poco flexibles, altos costes de formalización de negocios o incluso falta de confianza en que los impuestos se destinen a un uso eficiente.

El reto para los gobiernos es encontrar el delicado equilibrio entre facilitar la formalización de la economía, mantener un sistema tributario justo y proporcional, y garantizar un grado razonable de privacidad para los ciudadanos. Programas de amnistía fiscal, simplificación de trámites, incentivos para la formalización de pequeños negocios y educación tributaria son herramientas que han demostrado eficacia en distintos contextos.

La economía sumergida es, en definitiva, un fenómeno tan antiguo como la propia actividad económica. Su reducción no depende solo de la vigilancia y el castigo, sino de construir sociedades más justas, con instituciones más confiables, donde pagar impuestos se perciba no como un castigo, sino como una contribución a un bien común tangible y perceptible.

En los próximos años, veremos cómo la combinación de tecnología, políticas públicas y cambios culturales irán moldeando el tamaño de esta «economía invisible» que, paradójicamente, tiene un peso muy real en nuestras vidas.

Amador Palacios

Por Amador Palacios

Reflexiones de Amador Palacios sobre temas de Actualidad Social y Tecnológica; otras opiniones diferentes a la mía son bienvenidas

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