Hace unas pocas semanas, la ciudad de Niza (Francia) fue el escenario de un encuentro que, aunque no acaparó portadas como otros eventos internacionales, debería hacernos detenernos a reflexionar: la Conferencia de las Naciones sobre los Océanos. En un mundo cada vez más golpeado por los efectos del Cambio Climático y la crisis ecológica, esta cumbre fue un intento —uno más— de poner sobre la mesa lo que estamos haciendo (o dejando de hacer) con el mayor ecosistema del planeta: nuestros océanos.
La situación no es nueva, pero sí cada vez más alarmante. La sobreexplotación de los mares avanza sin freno: pesca industrial, contaminación por plásticos, acidificación, pérdida de biodiversidad, y ahora una nueva amenaza —quizás aún más silenciosa y peligrosa—: la minería en aguas profundas. Se trata de un saqueo sistemático que pone en riesgo la salud de todo el ecosistema marino, del que depende no solo la vida marina, sino la humana.
Durante la conferencia, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, lanzó un mensaje contundente: los océanos deben ser protegidos del saqueo para evitar una nueva crisis global. Sus palabras fueron claras: no podemos permitir que la profundidad del océano se convierta en el nuevo «salvaje oeste». Una referencia directa a los proyectos de minería submarina que ya están en marcha en algunas partes del mundo, impulsados por la promesa de recursos y riqueza, pero sin garantías reales de sostenibilidad.
Es difícil no compartir la alarma de Guterres. Estamos hablando de zonas del planeta prácticamente inexploradas, cuyas funciones ecológicas aún no comprendemos del todo. Intervenir en ellas sin saber las consecuencias es, literalmente, jugar con fuego en la oscuridad.
Como suele ocurrir en estas conferencias, mi sensación al seguir sus conclusiones es agridulce. Por un lado, es reconfortante ver a líderes, científicos y activistas luchando por el bien común, reclamando justicia ambiental y proponiendo medidas concretas para proteger los océanos. Pero por otro lado, es desmoralizante comprobar que hay países que siguen actuando por puro interés a corto plazo, ignorando no solo la ciencia, sino también cualquier noción básica de solidaridad intergeneracional.

Y es aquí donde aflora la gran contradicción de nuestro tiempo: si hoy, con el Cambio Climático mostrando sus efectos día a día —sequías, incendios, tormentas, migraciones climáticas—, aún hay quienes niegan o minimizan el problema, ¿cómo podemos esperar que se preocupen por lo que pasa en las profundidades invisibles del mar?
Uno de los datos más impactantes que se compartieron durante la cumbre provino del Instituto de Conservación Marina: menos del 3% del océano está actualmente protegido de forma efectiva contra actividades destructivas. Esto contrasta brutalmente con el objetivo internacional conocido como 30×30: proteger el 30% del océano para el año 2030.
A día de hoy, ese objetivo se ve lejano. No porque sea técnicamente imposible, sino porque no existe la voluntad política suficiente. Sin embargo, no hay alternativa. Si queremos dejar unos mares saludables a las próximas generaciones, si queremos que haya pesca, corales, equilibrio climático, y futuro, tenemos que actuar ahora.
Las conferencias como la de Niza no son una solución mágica, pero pueden marcar el inicio de un cambio. Pueden sentar las bases de acuerdos vinculantes, fomentar colaboraciones científicas, y dar voz a quienes realmente luchan por los océanos.
Lo importante es que no se queden en palabras bonitas y promesas huecas. Porque el tiempo se agota. Y porque, como bien se dijo en Niza, lo que está en juego no son solo los océanos, sino la vida tal como la conocemos.
Hoy más que nunca, el mundo necesita menos intereses nacionales y más sentido común planetario. Proteger los océanos no es una opción: es una obligación moral y una necesidad urgente.
¿ Lo haremos ?