Esto no lo digo yo. Lo ha sugerido nada menos que Bloomberg, en un informe que analiza el impacto potencial de las políticas de Donald Trump sobre el coche eléctrico en Estados Unidos. Y no lo hace con estridencias, sino con datos: las decisiones del expresidente, al volver al poder, podrían retrasar varios años la transición hacia el vehículo eléctrico (EV, por sus siglas en inglés) en el país. Las consecuencias, dicen, serían “muy duras”.
Durante el último lustro, el coche eléctrico ha dejado de ser una promesa futurista para convertirse en una realidad industrial de enorme calado. En 2023, el 70% de todos los coches eléctricos vendidos en el mundo se fabricaron en China. Más aún: en ese país ya es más barato adquirir un vehículo eléctrico que uno de combustión interna. Las ayudas públicas, una cadena de suministro dominada internamente (incluyendo baterías), y una política industrial decidida, han hecho posible que gigantes como BYD o NIO lideren la transición global.
Mientras tanto, Estados Unidos, una de las cunas del automóvil en el siglo XX, asiste con desconcierto al cambio de ciclo. Y es aquí donde las políticas de Donald Trump entran en juego.
Durante su mandato anterior (2016-2020), Trump desmanteló gran parte del aparato de incentivos destinado a fomentar el coche eléctrico y las energías limpias. Eliminaron subsidios federales, relajaron los estándares de emisiones, y minimizaron el papel de la Agencia de Protección Ambiental. Todo en nombre de proteger la “industria tradicional” del automóvil y del petróleo.
Ahora, con su regreso a la Casa Blanca en 2025, Trump ha prometido “matar el coche eléctrico” si es necesario para defender a los trabajadores del automóvil en Michigan y otros estados industriales. El problema es que ese discurso, aunque bien recibido por ciertos sectores, ignora por completo hacia dónde se está moviendo el resto del mundo.
Bloomberg lo advierte: EE.UU. se queda atrás. En su reciente análisis, Bloomberg calcula que un segundo mandato de Trump podría retrasar la adopción del coche eléctrico en Estados Unidos entre cinco y diez años. Este desfase no solo es medioambiental; es sobre todo económico e industrial. Porque mientras el país frena, China acelera.
Adjunto abajo el gráfico que presenta Blommberg:

Los fabricantes chinos, muchos de ellos con participación estatal, están aprovechando este hueco para desembarcar en mercados exteriores con una fuerza inédita. No solo presentan nuevos modelos constantemente, sino que bajan los precios agresivamente. En un entorno donde la tecnología ya ha madurado, lo que cuenta es la escala y la eficiencia industrial. Y ahí, Occidente está llegando tarde.
Europa ya está sintiendo el temblor. No hay que irse muy lejos para comprobar las consecuencias. Volkswagen ha anunciado recientemente recortes masivos en su plantilla, lo mismo que Bosch, mientras lidian con un descenso en la demanda y la presión competitiva de los nuevos jugadores asiáticos. Los trabajadores, una vez más, pagan los platos rotos de años de miopía estratégica por parte de los altos ejecutivos y políticos que no quisieron ver (o no supieron gestionar) el cambio de paradigma.
El problema para la industria norteamericana es doble. Por un lado, desinvertir en eléctrico implica no construir la infraestructura necesaria (red de carga, baterías, fábricas adaptadas, formación técnica). Por otro, permite que los competidores se consoliden antes. Una vez que BYD, Geely o Xiaomi Motors estén bien posicionados en Europa y América Latina, será muy difícil para Ford o GM recuperar ese terreno.
Y no es solo una cuestión de mercado interno. Las exportaciones también peligran. Si EE.UU. quiere seguir siendo un actor relevante en la industria automovilística del siglo XXI, no puede permitirse jugar al despiste.
¿Por qué no lo vieron venir?. Quizás la pregunta más frustrante sea esta: ¿cómo es posible que los gigantes automovilísticos de Occidente, que lideraron el mundo durante casi un siglo, no anticiparan una transformación tan evidente?
La respuesta está en una mezcla de complacencia ( estaban ganando mucho dinero ), presión de los lobbies petroleros, y una errónea lectura política. En lugar de ver la electrificación como una oportunidad, se la percibió como una amenaza. Mientras tanto, en China se apostó todo al cambio. Y lo ganaron.
La buena noticia es que aún no todo está perdido. El gobierno de Biden intentó revertir parte del daño, con la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) y subvenciones a la producción de baterías y vehículos eléctricos en suelo estadounidense. Pero si ese camino se corta abruptamente, como está haciendo el Sr. Trump, EE.UU. podría quedar irremediablemente rezagado.
La historia está llena de ejemplos de industrias que no supieron adaptarse a tiempo. La industria del automóvil norteamericana y europea, símbolo del siglo XX, está ante una encrucijada: adaptarse o morir. Y esta vez, la competencia no viene solo de Europa… sino del otro lado del Pacífico, y va a toda velocidad.
¿Será capaz esta industria de reaccionar antes de que sea demasiado tarde? ¿O acabará, paradójicamente, siendo víctima de sus propias decisiones políticas?
Lo malo es que las malas consecuencias las pagan los trabajadores de esta industria que se quedarán sin trabajo, y sin tener “culpa” de nada. Así de injusta es la vida.