El termómetro se dispara, los glaciares retroceden y los fenómenos meteorológicos extremos se convierten en la nueva y alarmante normalidad. Mientras la comunidad científica global, de forma prácticamente unánime, presenta datos irrefutables sobre la crisis climática, una industria paralela trabaja sin descanso. No extrae petróleo ni carbón, sino que manufactura duda, siembra confusión y contamina nuestro ecosistema informativo. Es la persistente y bien financiada maquinaria de la desinformación climática.
No nos equivoquemos: el debate científico sobre el origen antropogénico del cambio climático está cerrado. Más del 99% de los climatólogos concuerdan en que las actividades humanas son la causa principal del calentamiento global. Sin embargo, esta certeza abrumadora choca frontalmente con una campaña de negacionismo que, lejos de amainar, refina sus tácticas y amplifica su alcance.
¿Quiénes se benefician de este clima de mentiras? Las pistas no son difíciles de seguir. Como ha quedado documentado en numerosas investigaciones, las industrias de los combustibles fósiles han sido históricamente las principales promotoras de la duda. Pero no están solas. A ellas se suman movimientos políticos de ultraderecha que han hecho del negacionismo una bandera ideológica, grandes compañías eléctricas reacias a transformar su modelo de negocio, y sectores como la aviación o el turismo masivo, cuya sostenibilidad a corto plazo depende de mantener el statu quo.
Su objetivo es claro y egoísta: proteger sus beneficios inmediatos, sin importar el coste a medio y largo plazo para el planeta y el bienestar de las generaciones futuras. Para ellos, el futuro es una externalidad que no figura en sus balances trimestrales.

Para lograr su fin, vale todo. La desinformación adopta múltiples formas, desde las más burdas a las más sofisticadas. Un ejemplo reciente y flagrante fue culpar a las energías renovables de un apagón en España, cuando en realidad la causa residía en una deficiente gestión de la red y en la dependencia de fuentes convencionales. Es una táctica clásica: crear un chivo expiatorio para desviar la atención de los verdaderos problemas y frenar la transición energética.
Este tipo de falsedades se propaga a una velocidad vertiginosa gracias a un entorno digital tóxico. Ejércitos de bots y trolls, operando en redes sociales, repiten mentiras sin fundamento millones de veces hasta que, para una parte de la población, adquieren una apariencia de verdad. Crean cámaras de eco donde la evidencia científica no puede penetrar.
Este fenómeno no es una mera percepción; es un campo de estudio. El International Panel on the Information Environment (IPIE), una iniciativa global que reúne a científicos y expertos, analiza precisamente cómo esta contaminación informativa moldea las percepciones públicas y obstaculiza la acción. Su trabajo se puede ver en : https://www.ipie.info/
Ante esta agresión sistemática contra la verdad y el futuro colectivo, las advertencias ya no son suficientes. Por ello, propuestas como la de Elisa Morgera, Relatora Especial de la ONU sobre los derechos humanos y el cambio climático, resuenan con una fuerza inusitada. Morgera ha sugerido que la desinformación climática, cuando es generada de forma deliberada y a gran escala por actores corporativos como las grandes industrias de combustibles fósiles, debería ser criminalizada.
Esta idea, que podría parecer radical, es una respuesta lógica y necesaria. Si se penaliza a una empresa por contaminar un río, ¿por qué no hacerlo cuando contamina el debate público con falsedades que garantizan una catástrofe global?
Nos jugamos demasiado para seguir poniendo paños calientes. La lucha contra el Cambio Climático es también una lucha por la verdad. El tiempo de las palabras, de los informes y de los lamentos ha pasado. Es la hora de la acción contundente, no solo en políticas energéticas y de conservación, sino también en la defensa de nuestro entorno informativo.
Porque en esta batalla, la verdad no es solo la primera víctima; es nuestra herramienta más poderosa para sobrevivir.
Ha pasado el tiempo de las palabras, y hay que pasar a la acción.